Le Havre, la ciudad de Normandía marcada por su morir y renacer en el siglo XX
Aunque algunos de los grandes momentos de la ciudad francesa Le Havre se sitúan a finales del siglo XIX, cuando los grandes pintores impresionistas como Monet, Pisarro o Renoir plasmaron en sus cuadros la belleza de su paisaje; así como al comienzo de este siglo XXI, con la grandeza de las obras de grandes arquitectos -como Jean Nouvel- hasta hacer realidad el calificativo «Le Havre, Manhattan sur mer». En realidad es el siglo XX el que resulta definitivo para crear la entidad que hoy es Le Havre, la puerta del Sena al mar.
Porque en ese siglo Le Havre murió y nació de nuevo. En septiembre de 1944, cuando París llevaba liberado desde el mes anterior y el desembarco había tenido lugar en las playas normandas a pocos kilómetros del otro lado del Sena, acercando el final de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes se hicieron fuertes en la ciudad y se negaron a rendirse. Los Aliados descargaron su arsenal en el estratégico puerto y en la ciudad. Nada menos que 348 aviones británicos lanzaron el 3 de septiembre 1.820 toneladas de bombas explosivas y 30.000 bombas incendiarias sobre el Sudoeste de la ciudad. Repitieron el 6 de septiembre con 1.458 toneladas de bombas explosivas y 12.500 bombas incendiarias en la parte Este. El centro de la ciudad quedó arrasado, solo el teatro se mantuvo en pie, el 80 por ciento de los edificios fueron destruidos.
Años después, gracias al impulso del escritor, aventurero y también ministro André Malraux, la ciudad comenzó a transformarse y renacer de nuevo. El responsable fue el arquitecto Auguste Perret (1874–1954) con la colaboración de otra docena de colegas. Aunque con notable retraso y más de 50 años después de su muerte, Le Havre ha pasado a formar parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, que ha destacado “la excepcional unidad e integridad de su plan de reedificación. La reconstrucción de esta ciudad es un notable ejemplo de aplicación de los principios de la arquitectura y la planificación urbanística de la postguerra, basados en la unidad metodológica, el uso de elementos prefabricados, el recurso sistemático a una trama modular y la explotación innovadora de las posibilidades del hormigón”.
El impulso de Auguste Perret
Entre las obras más representativas de Perret destaca la iglesia de Saint-Joseph, una catedral futurista concebida como memorial a los caídos, en la que derrochó su pasión por el hormigón armado del que empleó 50.000 toneladas, un material que considera tan bello como la piedra y que resultaba adecuado durante la estrechez económica de los años cincuenta. Sus impresionantes vitrales de la artista Marguerite Huré, (nada menos que 12.768) están formados por pequeños cristales en 50 matices de verdes, rojos, violetas, amarillos, naranjas y blancos que aportan un ambiente diferente según la hora del día destacando la verticalidad de la obra de Perret.
Muy cerca está otro de los iconos de la ciudad, esta vez obra del arquitecto brasileño Óscar Niemeyer, que también ha contribuido al patrimonio arquitectónico de la ciudad con “Le Volcan”, erigido en 1982. Fue un encargo del Partido Comunista Francés, que gobernó la ciudad durante tres décadas y la convirtió en uno de sus principales feudos. Este complejo cultural consta de dos unidades independientes en forma de volcán, un centro de convenciones y un espacio escénico, también incluye una espectacular biblioteca.
En la misma zona está el lugar donde Monet, quien vivió en la ciudad durante su juventud, pintó el mítico lienzo “Impresión sol naciente”. Por cierto que en distintos rincones hay carteles con reproducciones de algunos de las pinturas que los impresionistas plasmaron al aire libre en la ciudad y sus alrededores. Algunos de los originales se encuentran en el MuMa, Museo de Arte Moderno André Malraux, un cuadrilátero de cristal en primera línea de mar que expone una colección permanente que incluye obras de Renoir, Pissarro, el mismo Monet o Raoul Dufy, entre otros muchos. Es la segunda colección impresionista de Francia después de las de París.
Los impresionistas captaron la belleza de sus alrededores, como Etretat, Deauville, Honfleur y de la un poco más lejana Giverny, donde Claude Monet vivió durante 42 años.
Nada más salir del MuMa se puede admirar el “Catène de containers”, dos arcos hechos con 36 contenedores obra del artista francés Vincent Ganivet, la escultura, de 13 metros de alto y 230 toneladas de peso destaca por su colorido y se ha convertido en un nuevo emblema de la ciudad.
El paseo puede proseguir hacia los muelles industriales, ahora zona comercial y de ocio. Entre centros comerciales y salas de conciertos destaca el complejo acuático de los Bains des Docks, compuesto por varias piscinas interiores y al aire libre, firmadas por el arquitecto Jean Nouvel en 2008.
El centro histórico
Poco queda del viejo Le Havre, pero vale la pena visitar la catedral de Nôtre Dame, mezcla de estilos gótico, renacentista y barroco, que data de finales del siglo XVI y aunque quedó bastante afectada por las bombas, como anécdota y considerado un milagro por parte de la población local, decir que se salvó por completo de la destrucción el Cristo crucificado que hoy en día se puede observar en una de sus paredes junto con una foto de su milagroso salvamento en 1944.
La abadía de Graville, el edificio más antiguo en Le Havre, que combina a la perfección los estilos románico y gótico y la capilla gótica de Ingouville, del siglo XV, también merecen una visita. Por cierto, durante toda la visita a Le Havre uno podrá ir encontrándose alguno de los 50 “Gouzous”, los personajes sin rostro protagonistas de los grafittis pintados por el artista callejero Jace en 2017 en conmemoración del 50 aniversario de la reconstrucción de la ciudad. Cuando se terminó de pintar el último, la ciudad celebró un concurso que consistía en que el primero que hiciera una foto a los cincuenta ganaría uno pintado por el artista.
Se puede completar el recorrido por esta ciudad con un paseo por sus Jardines Colgantes y su Jardín Japonés, situado cerca del Gran Puerto Marítimo de la ciudad y visitando su mercado central donde se pueden encontrar los mejores productos locales.
Y para no olvidarse de la arquitectura, echar un vistazo a La Maison de l’Armateur, situada frente al mercado, es del siglo XVIII y destaca su composición interior organizada alrededor de un pozo de luz central. Sin duda, un museo emblemático de la historia de Le Havre. Y si de camino uno se ve en la necesidad de cortarse el pelo, en el barrio de Saint-Fransois de Le Havre disfrutará de una experiencia única, medio peluquería, medio museo de la marina todo combinado “Le Salon des navigateurs” ofrece al visitante una colección de modelos de barcos, utensilios de peluquería escenificados en tres habitaciones. ¡El lugar es sorprendente y difícil de imaginar!
También hay que destacar que los amantes del windsurf y el kitesurf no pueden dejar de practicar estos deportes en sus playas, propensas al viento y a las olas, que lo convierten en uno de los destinos más populares de Francia para los enamorados de estos deportes acuáticos.
Por último, el Gran Puerto Marítimo de Le Havre es el puerto francés número uno en tráfico de contenedores y el quinto del norte de Europa. Si uno nunca ha visto de cerca un barco portacontenedores, hay una excursión que, además de contemplar las vistas de la ciudad desde el mar, se acerca a estos colosos marinos. Una experiencia difícil de olvidar.
Las térmicas y el paisaje pueden acelerar el viento del norte hasta llegar a fuerza 5 en el extremo norte de la playa de Le Havre.
A muy poca distancia
Situada a apenas 30 kilómetros al norte de Le Havre está Étretat, que fue en su día refugio de artistas y nobles. El novelista y periodista Alphonse Kaar, escribió con singular acierto en ‘Le Figaro’: “Si tuviese que enseñar el mar a un amigo por primera vez, elegiría Étretat”. Sus acantilados de roca caliza blanca fueron elogiados por el escritor Guy de Maupassant y plasmada en óleo desde distintas tomas por numerosos pintores y de modo especial por Monet que dedico una serie de treinta pinturas a los acantilados de Étretat y su famoso arco la Porte s´Aval. Su playa, enmarcada entre los acantilados de Aval y Amont, presenta los guijarros más pequeños de la costa de Alabastro, prácticamente redondos y perfectamente pulidos.
Un poco más lejos se encuentran las playas del Desembarco de Normandía: Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword, nombres en clave, las playas del Desembarco de Normandía ocultan tantas historias como hombres pisaron su suelo la mañana del 6 de junio de 1944. Como la del paracaidista norteamericano John Steele, el paracaidista estadounidense que se quedó colgado del campanario de la iglesia de Sainte-Mère-Église durante el Desembarco y cuya historia fue inmortalizada en la película “El día más largo”. Todavía se puede ver su silueta colgada del campanario donde un maniquí le rinde homenaje. O las miles de historias de la llamada “Omaha la sangrienta” que conserva el recuerdo del enorme tributo pagado por el ejército estadounidense muchos de cuyos miembros descansan en el cementerio de Colleville-sur-Mer, donde 9.387 cruces blancas destacan sobre el césped verde y el azul del mar.
Un carácter bien distinto tiene la playa de Trouville y aunque las señoras ya no están en corsé ni los caballeros con traje y corbata, la que llamaban la playa más bella de Francia en el siglo XIX sigue siendo elegante con su famoso paseo, sus cabinas de baño y sombrillas multicolores. Boudin, Monet, Caillebotte y muchos otros pintaron preciosas escenas de comidas… en la arena. También lo hicieron en la cercana Honfleur que, como hace 150 años, sigue siendo esa hermosa y encantadora pequeña ciudad portuaria, con su precioso puerto lleno de embarcaciones y terrazas y rodeado de casas de los siglos XVI a XVIII a cual más singular, cada una con su propio tamaño, color y forma. Un edificio destaca a la entrada del muelle: la Lieutenance, una enorme mole de piedra que sirvió como residencia del lugarteniente del Rey en el siglo XVII. No hay que olvidarse de visitar la deliciosa Iglesia de Santa Catalina, un precioso templo de madera de 1468.
Dónde dormir
Hotel Vent d’Ovest. Situado a pocos metros de la Iglesia de Saint Joseph y muy cerca del ayuntamiento, el volcán y la playa el hotel SPA de cuatro estrellas tiene un restaurante gourmet y un spa donde relajarse después de visitar la ciudad o darse un masaje.
Dónde comer
La cocina normanda destaca por sus pescados y mariscos, los carnívoros no deben dejar de probar varios de los “platos franceses” por excelencia como son el el pato y el foie. Estos son algunos restaurantes destacados de la ciudad:
Chez André (9 rue Louis Philippe). Comida típica francesa en la que la opción de hacerte tu propio menú es la más adecuada.
Le Saison (Promenade de la Plage) situado en plena playa en un buen sitio para tomarse una hamburguesa, una ensalada o unos mejillones y seguir visitando la ciudad.
Le Grand Large (11 place Clémenceau, Sainte-Adresse) Con unas maravillosas vistas al mar este restaurante es un premio a un día completo, merece la pena ponerse las mejores galas y darse un homenaje de pescado y marisco. Si uno cuenta con algo menos de presupuesto y también quiere degustar pescados a la brasa o mariscos pero a un precio más reducido, también en Sainte-Adresse su lugar es Le Clapotis (Sentier Alphnose Karr, 76310), también con unas magníficas vistas.
Tomar una copa
Y para todos aquellos que quieran tomarse una copa o una cerveza después de cenar, cerca de Le Volcan está la zona de marcha de la ciudad, frecuentada por los estudiantes. Destaca Trappist, que hará las delicias de los amantes a la cerveza, a los que costará decidirse entre uno de sus 12 grifos o una de sus más de 100 referencias de cerveza en botella.